Oxapampa pt.2: De la selva su juerga

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Empezaba a caer la lluvia sobre Tarma. Me acababa de sacar los pantalones de snowboard y estaba de vuelta en jeans y zapatillas. Tuve que regresar al baño de la pollería para cambiarme de nuevo. Salí del baño con la casaca cerrada hasta el cuello y los pantalones de nieve puestos. Estaba listo para enfrentarme a lo que cayera del cielo. Con la mano traté de limpiar el asiento de la moto dándome cuenta que era un intento inútil ya que las pocas gotas que habían caído no representarían ningún problema en comparación con las nubes cargadas que se asomaban por detrás de los cerros verdes.

Ramien me preguntó si quería esperar que pase la lluvia antes de volver a salir.

– No. Así es más divertido.

Parte de mí sintió que me había disparado en el pie de la forma más estúpida. Traté de justificar mi respuesta a mí mismo. Todavía no estaba lloviendo muy fuerte. Mi argumento fue que había una gran posibilidad que la lluvia empeore y que dure horas. Como Tarma está en un valle, las nubes quedarían “empozadas” ahí complicando aun más la situación. No soy ningún experto meteorológico (de hecho solo conozco dos tipos de nubes y una de ellas gracias a DragonBall) pero esto tenía mucho sentido. ¡Buen trabajo, cerebro! Tu explicación me basta. Eventualmente tendríamos que salir de Tarma y preferí hacerlo con poca lluvia que con una lluvia torrencial.

No teníamos idea por dónde saldríamos de la ciudad. Me imagino que en la camioneta le habrán preguntado a alguien al salir de la pollería. Mientras tanto, yo ya estaba teniendo problemas de visibilidad. El casco que tengo es “low-tech” por decirlo de alguna manera. En otras palabras, no tiene limpiaparabrisas. Cuando empieza a lloviznar, tengo que tener el visor abierto porque las gotas que se pegan hacen que vea el mundo como una mosca… y eso no es bueno. Traversamos las calles de Tarma que se ponían cada vez más resbaladizas. La lluvia me daba directamente en la cara y rogaba que saliéramos pronto para evitar que se ponga peor. Tras una esquina vimos una señal que indicaba el camino hacia San Ramón. Logramos salir de Tarma. Logramos escapar de la lluvia.

El camino hacia San Ramón fue tranquilo. La lluvia cesó poco después de salir de Tarma y nos esperaba una larga carretera de bajada con muy pocos camiones. Estábamos haciendo muy buen tiempo a pesar de avanzar lentamente por algunas partes donde estaban parchando el asfalto. Adelantar a los pocos buses interprovinciales que encontramos fue fácil ya que habían varios trechos largos y rectos que permitían pasarlos cómodamente. Poco a poco comenzaba a subir la temperatura pero el aire y la velocidad me mantenía fresco. Este clima agradable se mantuvo hasta que pasamos un túnel, aparentemente mágico, donde en un extremo estabas en la sierra y en el otro estabas en la selva. Hasta el cambio de vegetación era bastante marcado. Pfft. No hay problema. Mientras conducía me fue fácil abrir los cierres de ventilación de la casaca y del pantalón. Frescura instantánea.

Parecía que cada 100 metros que descendíamos aumentaba la temperatura en un grado. Ya estábamos muy cerca de La Merced y no tenía sentido parar para que me cambie nuevamente y volver a meter el pantalón y la casaca en las alforjas. No es tan fácil como quitarte una chompa y tirarla al asiento trasero de tu carro. Decidí bancarme el calor durante los pocos kilómetros que restaban del viaje. Fueron unos kilómetros complicados. El aire que circulaba por las aberturas de ventilación ya no era refrescante. Era un aire caliente, pesadísimo y húmedo. Era cómo estar del lado externo de un aire acondicionado. Abrir o cerrar la ventilación de la casaca daba lo mismo, estaba dentro de un sauna portátil y ni hablar del casco. Ese bendito casco negro y envolvente. No solo se estaba llenando de sudor sino que estaba absorbiendo el calor directamente del sol. Me tocaba la cabeza y quemaba. Lección aprendida: me voy a comprar un casco blanco.

En la selva, todo el mundo se transporta en moto. Son las clásicas motos chinas de repartidor. Absolutamente nadie usa casco y mucho menos ropa protectora. Mucha gente en short, polos, y creo que hasta vi gente montando con sandalias (aunque yo lo hice descalzo una vez en Lunahuaná). Ellos me miraban con curiosidad y yo los miraba con envidia. Nada me habría dado más placer que estar montando calato por el medio de la ciudad. Finalmente, después de atravesar la mitad de La Merced, llegamos al hotel. El termómetro de la camioneta nos indicó que había estado montando con ropa de invierno en un clima húmedo de 32 grados. Otro hecho interesante que puedo agregar a la lista de mis locuras. Nos estacionamos y la sensación de quitarme el casco fue como lanzarme a una piscina en medio del verano. Éxtasis.

 

En La Merced con ropa de nieve
En La Merced con ropa de nieve

 

Después de hacer el check-in en las habitaciones y cambiarnos a algo más apropiado para el clima, salimos a hacer un poco de turismo de rigor. Esta vez fuimos todos en la camioneta. No hubiera tenido problemas de ir en la moto pero para conocer era mejor hacerlo en compañía en vez de aislarme. Eso, y también que estaba cansado. Fuimos a un mirador donde pudimos apreciar una vista panorámica de la ciudad y luego de pasar por la plaza fuimos en busca de una catarata. La más cercana era El Tirol. En el camino vi el cooler de cervezas que seguía lleno. No solo eso, sino que habían varias cajas adicionales que ni siquiera se habían abierto. Empezamos a tomarlas como si fuera una competencia. Las cervezas hizo que la caminata de media hora hacia la catarata sea más interesante. Eramos los únicos que estaban entrando a ver la caída. Todos los demás ya estaban saliendo. Ya era un poco tarde como para estar haciendo el recorrido. Al llegar, admiramos el espectáculo de la naturaleza brevemente, nos refrescamos un poco con el agua y regresamos. Fue un circuito turístico fugaz.

 

Desde el mirador de La Merced
Desde el mirador de La Merced

 

Regresando al hotel pasamos por la discoteca más grande de la ciudad. No recuerdo el nombre pero llegamos a hablar con el dueño y luego de una charla nos dijo que nos guardaría una mesa para esa noche. Ya contábamos con status de VIP para la diversión nocturna. Luego de eso fuimos a la plaza buscando un restaurante para saciar el hambre. Cada uno pidió un plato enorme de comida local. Cecina, tacacho, plátanos fritos, zúngaro, en fin, todo un banquete. Llegamos al hotel a eso de las 7 u 8 de la noche para echarnos una siestita bien merecida antes de salir.

Hay algo que tengo que explicar antes de continuar. Cuando era adolescente desarrollé una adicción… a la televisión. No importaba qué estuvieran dando; si el televisor estaba prendido, yo estaba viendo. Podía pasar noches enteras viendo series, películas, documentales, biografías o hasta el canal de ventas por TV. Después tuve que tomar una decisión conciente y vendí mi televisor y renuncié a ver programas cuando estaba en mi casa. Funcionó bastante bien pero todavía quedan rezagos de mi pasado oscuro. Si veo un programa interesante probablemente me quede viendo los siguiente tres o si estoy en un bar o restaurante, no puedo evitar ver el televisor de vez en cuando (por eso procuro sentarme dándole la espalda). Esto genera situaciones graciosas pero también hay aquellos que se ofenden cuando no puedo prestarles atención. Habiendo explicado eso, entiendo que muchas personas usan la TV como un somnífero. La prenden, bajan el volumen y después de un rato se quedan dormidas. Eso funciona al revés conmigo. Si yo estoy durmiendo y alguien prende un televisor, aunque esté con el volumen bajísimo, me voy a despertar para ver qué están dando. Esta noche en particular, yo ya me encontraba viajando hacia el país de los sueños cuando Sebastián, que no podía dormir, prendió el televisor y puso “Los Cuatro Fantásticos y Silver Surfer”. Automáticamente suspendí mi siesta y me puse a ver, imaginándome el diálogo porque le había bajado todo el volumen. Es una película malísima, lo sé, pero tiene cierto grado de entretenimiento. Al poco rato, Sebastián se quedó dormido al igual que Alessandro, pero yo no pude. El televisor estaba prendido. Vi toda la película en silencio. ¡Ugh, qué enfermedad! Después de leer todos los créditos estaba considerando ver la siguiente película pero felizmente me animé a apagarlo. Fui al cuarto de Ramien y Hugo para ver si estaban alistándose para salir pero seguían descansando. En su televisor estaban pasando una novela mexicana. Bueno, ¿quién soy yo para juzgar sus gustos? Regresé a mi cuarto para terminar la siesta, seguro que alguien me despertaría para salir a nuestra primera juerga selvática.

Cuando abrí los ojos había una luz radiante entrando por la ventana. ¡No puede ser! Todos nos habíamos quedado dormidos de largo. Las insistencias de Sebastián, que fue el único que se cambió para salir, fueron totalmente ignoradas favoreciendo el sueño colectivo. Luego de un breve lamento por la noche desperidiciada, bajamos a tomar desayuno y planificar el día. Empacamos nuestras cosas, las dejamos en recepción y salimos en busca de la Catarata Bayoz en la camioneta.

El cooler no resistió el calor que hubo durante la noche. Al revisarlo en la mañana, nuestras cervezas estaban remojando en una tina de agua fría, temperatura apenas aceptable para su consumo. Encontrar hielo en la selva es una aventura en sí mismo. Preguntamos varias veces a lo largo del camino pero era como buscar el Santo Grial. Pasando un grifo cerca al desvío a Bayoz, nos indicaron que en una bodega más adelante podríamos encontrar hielo (con suerte). Felizmente sí había. Lo curioso es que cuando compras hielo, no te lo dan en las bolsas grandes llenas de cubitos, como se acostumbra en la ciudad, sino que llenan bolsas con agua y las meten al congelador. A 50 céntimos la bolsa sale más barato que las bolsas de hielo “preparado”. Con una espátula nos sacaron todas las bolsas de hielo que tenían y las sumergimos en nuestra batea de chelas. Una de las chicas de la bodega nos preguntó de dónde veníamos y cuánto tiempo nos íbamos a quedar. Le contamos que solo estábamos de pasada y que en la tarde estaríamos saliendo a Oxapampa.

– ¿Oxapampa? Ah yaaa. Ustedes quieren ojitos azules. Okeeeeii.

No pudimos evitar soltar las mismas sonrisas que hace un niño cuando le preguntas si ha estado haciendo travesuras.

Atravesamos el estrecho sendero que conducía a la entrada de las cataratas. Nos tocaba otra caminata. Pagamos nuestra entrada y empezamos a subir. A lo largo del caminito, se podía ver cómo se habían formado piscinas naturales entre las piedras de la caída. Decidimos parar y relajarnos un poco en una de las piscinas desocupadas. Había bastante gente paseando por ahí y si habían piscinas libres era porque llegar a ellas era más complicado. La forma más fácil era la más simple: te quitabas lo que tenías puesto (menos la ropa de baño, obviamente), te lo amarrabas al cuello y cruzabas a través del agua. Yo opté por la forma fácil. Algunos otros decidieron que todavía no estaban listos para quitarse la ropa, dispuestos a sufrir las consecuencias:

 

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Al final, solo entramos tres a la piscina y después de pasar debajo de las caídas de agua y nadar un rato, regresamos a La Merced para buscar las cosas y partir a Oxapampa. Habiendo aprendido la lección del calor de la selva, guardé la ropa pesada y me fui en jeans y polo. El casco ya me estaría dando suficiente calor. Para asegurarnos de estar adecuadamente hidratados en el viaje, buscamos hielo nuevamente para que no se calienten las cervezas en el camino. Esta vez tuve que explorar por caminos donde ni siquiera llegaba la camioneta en busca de lo que necesitábamos. Cada persona a la que le preguntaba me mandaba más adentro. Empezaba a parecerse al inicio de una película de terror. Se me vino a la mente casos de canibalismo en la selva. Después de unas vueltas más, encontré una casa donde vendían galletas y cerveza. Pregunté por hielo y el amable señor que me atendió sacó dos bolsitas de su congelador. Me asombró que la chica del grifo, y todas las personas a las que preguntamos en el camino, supiera que en esta casita escondida del público habría hielo. Seguro que tenían algún tipo de comunicación telepática del que no nos habíamos percatado.

Una vez que compramos las últimas dos bolsas de hielo que quedaban en La Merced, empezamos la segunda etapa del viaje a Oxapampa. Seguimos río arriba por la carretera hasta el desvío que lleva a Oxapampa y Villa Rica. Es un camino de trocha muy maltratado por el paso constante de camiones y buses. En esta etapa, yo iba a tomar la delantera para no comerme el polvo que me estaría echando la camioneta. Apenas la llanta delantera tocó la primera piedra ya sabía que iba a ser un viaje jodido. No sabíamos por cuántos kilometros la carretera estaría en este estado. Aceleré y avancé un poco más. Cada vez que pasaba un bache o una piedra, toda la parte posterior de la moto rebotaba y me golpeaba en el trasero. Mi columna y riñones estaban absorbiendo todo el impacto. Solo había avanzado 200 metros.

La camioneta se paró al lado mío y les pedí que bajen la ventana.

– Loco, no voy a poder seguir por este camino.



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