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Podría decir que la aventura comenzó 6 horas antes de partir. Llegué a mi casa temprano para poder acumular suficientes horas de sueño que necesitaría durante el largo viaje a La Merced, pero media hora después que mi cabeza toque la almohada, me acordé que me faltó meter mis lentes en la mochila. Intenté dormir nuevamente pero media hora después se me ocurrió que sería buena idea llevar una navaja suiza. Media hora más tarde, recordé que todavía no había sacado la carpa (que por cierto, nunca usamos) de la bodega. Esto se repitió puntualmente cada media hora que trataba de conciliar sueño hasta que llegaron las 5:30am. Me “desperté” definitivamente, me bañé y empecé a bajar todas las cosas que había preparado.
A las 6am llegó Ramien en la FJ y subimos la parrilla y la carpa. Pude apreciar la cantidad obscena de cervezas, vodkas y rones que habían cargado. Con que ahí es donde se fue la plata de las compras en Plaza Vea. Intercambiamos llaves de repuesto y salimos a un grifo a revisar llantas y echar gasolina.
A las 6:15am ya estábamos oficialmente en ruta para salir de Lima por la Carretera Central. En la camioneta iba Ramien, Hugo, Sebastián y Alessandro (que se animó a ir apenas 4 horas antes del viaje), y yo los iba siguiendo de cerca en la moto. La salida de Ate estuvo tranquila ya que a esa hora no había casi nada de tráfico, a pesar que era el inicio de un feriado largo. La primera lección aprendida fue que no debería seguir a la camioneta tan de cerca, cosa que se me hizo presente en varias ocasiones durante el viaje. La Carretera Central es escenario de muchos accidentes con bajas humanas y animales, y cuando digo que hay bajas animales quiero decir que son muy, muy frecuentes. Hay cadáveres de perros, gatos, zarigüeyas, ratas y aves a lo largo de todo el camino. El estado de descomposición de estas criaturas es un gran determinante de cuánta tripa o carne o sangre salpicarán cuando una camioneta 4×4 les pase por encima. La velocidad de la camioneta y el tipo de neumáticos determinará la trayectoria de vuelo de los restos mencionados. Esquivar dicha trayectoria en una moto tipo crucero requiere un nivel de experiencia con el que todavía no contaba. ¿El resultado de toda esta complicada ecuación física? Pedazos de tripa con pelos sobre mi jean que se despegaron después de una fuerte sacudida cuasi-epiléptica. Un posterior análisis de las manchas que dejó en mi pantalón resultó ser solamente tierra pero no le quitó al hecho que la camioneta, cuya función incluía brindarme apoyo, comenzó el viaje bautizándome con restos de perro muerto.
Llegamos al inicio de las curvas sin mayores inconvenientes. El clima estaba fresco, la casaca permitía que circule el aire, el sol brillaba y los pájaros cantaban (o por lo menos supongo que lo hacían ya que no los podía escuchar). En Lima, ya había practicado entrando a curvas cerradas en el cerro de La Molina. Cada vez que veía que no había mucho tráfico subía y bajaba por el cerro asegurándome de entrar, avanzar y salir de cada curva como debe ser. Solo una vez me incliné demasiado debido a la velocidad, tanto que el tubo de escape rozó el pavimento. Las curvas de la Carretera Central parecían iguales y entré confiado que no repetiría el mismo error que hice en Lima. Tal vez me confié demasiado porque en dos ocasiones raspé el tubo de escape, y esta vez con tráfico pesado en el carril contrario. En esos instantes tuve una sensación horrible que reconocí de inmediato. Una vez, mientras iba a la casa de un amigo en Lima, se me cruzó una camioneta que iba totalmente distraída. Toqué el claxon y apenas pude esquivarla, dejándonos a todos intactos, pero por dentro sentí que todos mis órganos se comprimieron y se dieron vuelta. Más o menos, como si tu corazón, pulmones y estómago se hicieran pelota y se ahogaran dentro de ti. Eso es lo que sientes cuando estás a punto de accidentarte. Felizmente, no perdí tracción ni compostura, y aprovechando un pueblo donde se acumuló el tráfico, adelanté a los muchachos y entré a un estacionamiento para revisar el daño (que fue nulo) y tomar un poco de agua. Este fue el preciso momento en el que muchas cosas malas pasaron al mismo tiempo.
Yo estaba seguro que Ramien y los demás (4 pares de ojos tendrían que haberme visto parar) me vieron entrar al estacionamiento pero mientras esperaba que ellos entraran, los vi pasar de largo. ¡Carajo! En fin, aprovechando que ya había parado y que el sol estaba más fuerte, empecé a buscar mis lentes oscuros y el agua. ¿Dónde estaban los lentes? Encima de la mesa en mi cuarto. El primer artículo que me despertó fue el que dejé en casa. ¡Que baboso!. ¿Dónde estaba el agua? En la camioneta de Ramien. ¡Cuuuuuuunchesumare! Los traté de llamar pero estábamos fuera de área de cobertura. Me subí a la moto, le puse play a AC/DC, y arranqué para tratar de alcanzarlos sabiendo el dilema en el que nos encontrábamos: yo estaba acelerando para alcanzarlos a ellos mientras ellos aceleraban para tratar de “alcanzarme” a mí, y la camioneta tenía más potencia.
Esta persecución mutua continuó durante un buen tiempo. Cuando pasaba algunos centros poblados sentía mi celular vibrar así que paraba para tratar de llamarlos pero ellos se encontraban en una zona fuera de cobertura. Era un círculo vicioso en el que nunca coincidimos en tener señal al mismo tiempo. Esto me hizo tratar de subirle el ritmo al paseo pero siempre fui muy precavido al adelantar. En una ocasión llegué a una curva en la que podía ver todo el carril contrario. Estaba detrás de un tráiler que avanzaba muy lento. Aprovechando que no venía ningún vehículo en el carril contrario, adelanté al tráiler y me siguieron dos autos que iban detrás de mí. Cuál habrá sido mi suerte que saliendo de la curva me topé con un patrullero y dos policías que muy cordialmente me invitaron a mí y a los otros dos autos a pararnos y solicitar nuestros documentos. Tuvimos una amena conversación que me retrasó unos 15 minutos durante los cuales discutimos el rendimiento de la moto, el material de mi casaca, la cobertura de celular y el valor de la vida (al adelantar tráileres en curvas). Digamos que me dejaron ir con una advertencia.
Con la billetera un poco más ligera llegué a Casapalca y me detuve para ver otra llamada perdida. Al no poder comunicarme con ellos por enésima vez, les mandé un mensaje de texto diciéndoles que estaba bien y que me esperaran en Ticlio. No tenía idea si me encontraba cerca o lejos o si ellos ya lo habían pasado. Me esperancé en ello. Tomé un par de fotos (las primeras de todo el viaje) y seguí adelante.
Ya estoy un poco acostumbrado a que los perros me persigan cuando ando en moto. Dependiendo de la cara que ponga el perro, hay ciertas medidas que se pueden tomar para que se alejen asustados. La primera es hacer rugir el motor. Si eso no funciona, un bocinazo probablemente los espante. Hay perros aún más guerreros que requieren una combinación de ambas técnicas para que se hagan a un costado. En todas las ocasiones, sin importar el nivel de agresividad canina, han sabido mantener su distancia a la moto y pasaban corriendo y ladrando al costado. Eso es lo que haría un perro normal. Desafortunadamente, en Casapalca había un perro que no era normal. Es más, creo que ni siquiera era un perro. El Monstruo de Casapalca resultó ser inmune a cualquier sonido de motor, de claxon o combinación de ambos. Debe ser por todos los años de vivir al borde de una carretera donde se pasea la familia entera de Optimus Prime haciendo escándalo. Este mastodonte no solo se mostró indiferente a cualquier ruido que hice sino que desde una distancia, me vio y calculó una trayectoria de ataque. ¡El maldito CALCULÓ UNA TRAYECTORIA! Mientras me iba acercando vi en sus ojos que estaba totalmente decido a usar mi casco como recipiente de dónde comer mi cerebro. Felizmente, yo también había aprendido algo de trayectorias gracias a la lluvia de perro muerto que me tocó recibir saliendo de Lima. Cuando vi que ya había doblado las piernas para saltarme encima, bajé un cambió y la piqué con todo lo que tenía, esperando que esta bestia no me caiga encima. Mientras me alejaba, lo vi por el retrovisor y en su cara había una mirada que solo pude intuir que me decía, “te espero a la vuelta”.
Yo seguía subiendo tranquilamente y la brisa fresca se empezaba a convertir en un frío desagradable, especialmente en mi entrepierna. Paré a un costado y empecé a escribir mi nombre en la tierra, obviamente teniendo en cuenta la dirección del viento para no salpicarme el pantalón y las zapatillas. ¡¡Wow, qué frío!! Admiraba el paisaje espectacular mientras sacaba los pantalones y guantes de snowboard de las alforjas. Me los puse, subí a nuevamente a la moto y antes de encender el motor me di cuenta que manejar con esos guantes iba a ser imposible. Eran demasiado gruesos para jalar el freno o el embrague. Caballero. A seguir con los guantes de tela nomás. Lo bueno fue que no tendría que sufrir la congelación total de mis dedos ya que Ticlio estaba solamente tres curvas más arriba. Un ambulante trató de jalar la moto a un costado para venderme habas pero parece que se lastimó la mano al hacerlo. No seas loco pues tío. Está bien que sea una moto pero sí es pesada. Le pregunté si había visto a una camioneta amarilla pasar por ahí. Me dijo que no y apenas se dio cuenta que no le iba a comprar nada salió corriendo a parar a otro carro. Seguro una familia entera rogándole al pobre padre que manejó tantas horas que encima les compre habas de Ticlio. Símbolos de dólar en los ojos del ambulante. Se le hizo el negocio. Tanta prisa tuvo que no se dio cuenta que la camioneta amarilla que yo había estado persiguiendo por casi dos horas se encontraba 30 metros más adelante, en los mismísimos 4818 msnm. ¿Qué mejor lugar para un reencuentro? Después de darles la versión resumida de los hechos hasta el momento, sacamos unas fotos y nos echamos a andar de vuelta. Esta vez, de bajada.
Pasamos La Oroya tranquilamente. Parece que no era temporada de manifestaciones, o tal vez estaban en su hora de almuerzo. Eso me hizo acordar a la comida y el hambre que tenía. De desayuno solo había tomado un vaso de jugo de naranja y un pan medio duro del día anterior y eso había sido a las 6am. Ya era la 1pm. Pregunté si tenían comida y me dieron una galleta integral y la promesa que comeríamos ni bien llegaramos a Tarma. Con las fuerzas que tenía, el simple hecho de llegar a Tarma ya sería recompenza suficiente. Trazamos la ruta en el mapa y seguimos a Tarma.
…
Llegamos a Tarma e inmediatamente nos bajamos en una pollería: El Pollo Stop. Comimos un delicioso cuarto de pollo cada uno y reorganizamos un poco la camioneta aprovechando para meter más hielo en el cooler. Mientras me quitaba el pantalon de snowboard (ya estaba haciendo un poco más de calor) y lo guardaba en las alforjas, noté algo extraño sobre el tanque de la moto. Pero no solo estaba sobre el tanque, estaba en los espejos, el asiento, las alforjas, todo. Minúsculos puntos cubriendo toda la moto. Cadáveres de perro, camiones embalados, curvas peligrosas, perros violentos, detenciones policiales y frío de montaña. Esto era lo único que faltaba: estaba empezando a llover.
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