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El bus viajaba a lo larga de una angosta y maltratada carretera. Las ruedas giraban velozmente sobre el pavimento que de vez en cuando se interrumpía ante la presencia de un bache. Los pasajeros pegaban un pequeño salto en sus asientos pero nadie se mostraba demasiado preocupado. El sol brillaba y todo indicaba que sería un gran día.
Para recapitular un poco: en esta nueva etapa solo quedábamos Jose, Eddie, Bobby y yo. Ya habíamos perdido a Nacho a causa de una infección estomacal severa y un enfrentamiento violento. Ernesto, Lorena, y Mari se habían quedado atrás en Máncora. Éramos la mitad del equipo original, los valientes que seguían adelante.
Mientras más nos acercábamos a nuestro destino, menos pasajeros habían en el bus. En cada pueblito que cruzábamos en el camino se bajaba otra persona mientras nosotros mirábamos por la ventana asegurándonos que no estén sacando una mochila de más del compartimiento de almacenaje. Fue solo media hora antes de llegar a Montañita que se bajaron un par de tipos bastante grandes y nos dimos cuenta que en nuestro bus iban sentadas dos rubias que sin lugar a dudas no eran de la zona. Ahí comenzó un breve juego de adivinar de dónde eran nuestras intrusas. Basándonos en color de cabello, tono de tez y tamaño corporal acordamos que debían ser alemanas. Hasta Eddie dudaba que sean parte del clan de las “Yugoslovakas” que vimos en Máncora. Ahí fue donde terminó nuestro interés en las últimas pasajeras que nos acompañaban pero al llegar a Montañita, ellas también se bajaron. Cada uno agarró su mochila y entramos por la vía principal del pueblo.
Las chicas se fueron juntas por la playa y nosotros las seguimos pensando que sabrían dónde ir para pasar la noche. Al darnos cuenta que estaban más perdidas que monja en burdel, decidimos seguir nuestro propio camino. Pasamos frente a una casa vieja donde habían algunos chilenos alistando sus mochilas para irse y les preguntamos si más arriba habían hospedajes. Nos dijeron que más arriba habían un par de hoteles pero si queríamos un lugar barato y cómodo para pasar la noche, debíamos regresar al pueblo e ir al Hostal Viejamar.
Les agradecimos el consejo y regresamos hacia el pueblo en busca de Viejamar. En el camino nos volvimos a topar con nuestras amigas del bus que ahora tenían un cara que no sabían ni dónde estaban paradas. Empezamos a hablar con las inglesas (nop, no eran alemanas) y les dijimos que nos habían recomendado un lugar tranquilo unas cuadras más arriba. Viéndose más tranquilas al hablar con alguien que sabía inglés, nos siguieron y conseguimos habitaciones contiguas. Es más, el hostal estaba vacío salvo por nosotros y el gringo John.
Viejamar es un pequeño hostal (o por lo menos lo era en el 2006) cuyo dueño, Rodrigo, administra. Él es un periodista peruano-chileno (o chileno-peruano) retirado que decidió abrir su pequeño paraíso alejado del bullicio de la ciudad y que se dedica a enseñar surf y contar historias de su interesante pasado a quien esté dispuesto a escucharlo.
Para amenizar la noche, compramos una botella de vodka y nos sentamos en la sala vacía del hostal a escuchar música, holgazanear en las hamacas y reírnos de eventos pasados. Fue la primera noche en la que vimos a nuestro querido Bobby tomar un trago, y luego tomar otro, y otro. El chico más abstemio que hayan visto en su vida estaba chupando y si bien no se emborrachó esa noche, fue algo que recordaremos siempre. La primera noche en la que vimos a Bobby consumir bebidas alcohólicas. No lo sabíamos entonces pero esa noche simbolizaba el principio de una degradación moral que seguiría empeorando durante los días por venir.