Pasamos los siguientes cuatro días en el Freestyle Hostel de Ushuaia, posiblemente el mejor hostel en el que haya estado. Desde el momento que nos recibieron y nos dieron la bienvenida sabía que la iba a pasar bien. Con abrazo incluido, ya formábamos parte de la familia Freestyle. Nuestra habitación era un horno, el lugar más caluroso de todo el hostel pero se complementaba bien con el frío que hacía afuera. Durante el día dejábamos la puerta al patio abierta para establecer un balance de temperatura. La primera noche, cuando yo ya estaba sumido en un profundo sueño, el sonido de un golpe seco me despertó a medias. Asumí que el ruido fue producto de un sueño que estaba teniendo y me volví a dormir. Lo volví a escuchar un par de veces más pero todavía no estaba seguro si era real o parte de mi imaginación, como los ruidos afuera de mi carpa en el Desierto de Atacama. Un último suceso confirmó mis dudas. Fernando salió disparado de su cama y vi algo negro escabullirse por el piso. Me arrinconé al fondo de mi cama pensando que había una rata rondando el piso cálido del cuarto. Se volvió a mover entre las cortinas, sonó un clonk, y al no poder salir se escondió bajo una cama. Era un gato negro. Seguro se había metido durante el día y se quedó dormido sobre el piso con calefacción. No lo culpo, yo habría hecho lo mismo. Había estado tratando de salir durante la noche y cada vez terminaba chocándose con el vidrio de la puerta. Le abrimos la puerta y le tiramos una botella de agua vacía para que se anime a salir nuevamente. Nunca más supimos de él pero desde ese momento cuando dejábamos la puerta abierta poníamos algún tipo de tranca para que no entre nada. Me desperté temprano después de botar al gato y la vista del amanecer sobre Ushuaia era una nueva señal que vendrían buenos tiempos.