Oxapampa pt.5: Long way home

Parte: 1 | 2 | 3 | 4 | 5
Previo a nuestra salida del hospedaje, conversamos un rato con la dueña para saber un poco más de los orígenes del local. Entre las cosas que nos dijo estuvo la sorpresa que el camino a Pozuzo ya no era una trocha inatravesable. Hace poco la habían renovado para poder llegar con mayor facilidad porque… sorpresa dos: había una cumbre de comunidades austro-alemanas de todo Sudamérica que se estaban reuniendo ahí. Todos intercambiamos miradas de ojos tristes por la oportunidad desperdiciada. El día anterior en la plaza nos habían dicho que el camino a Pozuzo era malísimo y que nos tomaría tres horas llegar y no encontraríamos hospedaje. Parece que ese puesto de información turística necesitaba ponerse al día con sus datos.

Salimos de Oxapampa y veía el campo verde alejarse detrás de mí por el retrovisor. Ahora solo teníamos el camino de regreso por delante. El camino sinuoso por los costados de las montañas fue espectacular. Ahora se podía ver todo el valle por el cual íbamos a descender. El verdor cubría cada rincón menos el fondo del valle donde las nubes llenaban el espacio entre ambas laderas. Lamento no haberme detenido para tomar una foto pero sentía que estábamos logrando un tiempo récord de regreso. Dentro de poco ya estábamos en el puente que separa los departamentos de Junín y Pasco, en otras palabras, el inicio del camino de trocha. Me acomodé en el asiento, cerré el visor del casco y tomé la delantera para no respirar tierra durante el camino.

Felizmente ya le había agarrado la maña a este tramo. La diferencia era que ahora habían varios camiones transitando. Camiones con destino La Merced. Levantaban mucho polvo y agregando la superficie irregular, hacía que adelantarlos sea un poco complicado. Cuando intentaba adelantar a uno y encontraba huecos o piedras grandes, me veía obligado a esquivarlos con visibilidad disminuida mientras iba en el carril contrario. En un par de ocasiones tuve que girar repentinamente para evitar caerme en un bache y reventar la llanta, lo que hizo que toda la moto se deslizara sobre el camino. Nunca llegué a caerme pero fueron encuentros demasiado cercanos con el piso. Después llegamos a las partes angostas del camino donde pasar muy cerca al borde significaba un gran riesgo de caer al río. Adelantar ya no era un buena idea pero entusiasmado con el tiempo que estábamos logrando intenté pasar a un camión que avanzaba lentamente entre las curvas. Pasé tan cerca del borde que vi como algunas partes se desprendieron hacia el río. Aceleré y evité que el camión me arrollara. Pasaron cinco minutos antes que me diera cuenta la estupidez que había hecho.

Llegamos a La Merced sin mayores problemas. Paramos en una estación de servicio para llenar el tanque de la camioneta. Yo aproveché para desempolvar cada pliegue de mi ropa en la mayor medida posible. La señorita que nos atendió fue muy amable y cuando le pregunté si tenía agua para venderme, me regaló un par de botellas de agua. Vaya hospitalidad. Una vez lleno el tanque, salimos de La Merced a toda marcha. Esta vez no tenía todo el equipo de motociclismo puesto encima (o sea la casaca negra). Solo tenía un puesto lo mismo que usé para ir a Oxapampa: un polo, una casaca de tela, jeans, y el casco. Obviamente, en caso de una caída estaba desprotegido pero aprovechar la brisa para mantener la temperatura baja valía el riesgo. Lo que sí lamento es no haber usado los guantes. Después de pasar San Ramón me di cuenta que me había quemado las manos con el sol.

Eventualmente salimos de la selva y el paisaje empezó a cambiar nuevamente. Los árboles frondosos fueron reemplazados por arbustos de sierra y la brisa se tornó más fresca. Otro factor notorio fue la altura. En la subida a Ticlio no tuve ningún problema con el cambio de altura pero ahora ya sentía la pegada. Primero la ligereza cerebral y luego mareos leves. Le hacía luces a Ramien para que se detenga pero parece que confundía las luces con el reflejo del sol en las partes cromadas de la moto. Finalmente, después de un túnel me hice a un costado de la carretera a tomar un descanso. Ramien se detuvo unos 100 metros más adelante y vinieron caminando para ver qué me pasaba.

– Todo bien. Me estaba mareando y necesito un descanso. Dame 10 minutos nomás.

 

Tomando un descanso anti-mareos (mi mano esta en el piso detras de la moto)

 

Me estiré y me acosté en el pasto al lado de la moto. Mi espalda me lo agradecía. Tomé un poco de agua, nos tomamos unas fotos y continuamos andando. Ya estábamos cerca de Tarma pero esta vez no habría Pollo Stop. Puede que me equivoque, puede que me esté fallando la memoria pero no recuerdo haber almorzado en el camino de regreso a Lima. Lo que sí hicimos, después de dar varias vueltas buscando el lugar, fue comprar varias cajitas de manjar blanco. Yo aproveché para comprar un Sublime Extremo y varios caramelitos de limón para combatir los males de altura que podrían acentuarse. Espero que alguien que haya estado en el viaje me corrija, pero reitero que no tengo recuerdos de una comida así que digo que en realidad no hubo. Felizmente tenía mi Sublime que me daría las energías necesarias para mantenerme conduciendo por las alturas.

Saliendo de Tarma me acordé que le prometí a alguien en Lima averiguar personalmente cuándo era la mejor época para ver las famosas flores que cubren las laderas de los cerros de Tarma. Paré junto a unas personas que llevaban víveres y les pregunté. Con una respuesta satisfactoria (según ellos, la mejor época es en noviembre) seguí avanzando por las calles estrechas entre las casas, subiendo la colina para salir de la ciudad. Apenas salí de la protección eólica que ofrecían las casas, empecé a tiritar de frío. Ya estábamos a unos 3400 metros de altura y yo seguía con la misma ropa que me puse para salir de la selva. Paramos al lado de la carretera y me cambié ahí mismo mientras veíamos el valle desde arriba. Para mi mala suerte, el Sublime Extremo que había comprado. Mi única fuente alimenticia por muchos kilómetros por recorrer se había caído de mi bolsillo mientras salíamos de la ciudad. Con toda honestidad, consideré seriamente la posibilidad de regresar para buscarlo. Realmente estaba saboreando el momento en el que lo abriría eventualmente. La tristeza me invadió pero tuve que consolarme con el hecho que los caramelos de limón seguían conmigo. Ramien me ofreció unas galletas de soda. Las acepté.

Me sentía mucho más cómodo estando abrigado y protegido, especialmente considerando la cantidad de baches que habían en la carretera por encima de Tarma. En varios puntos estratégicos del camino habían controles policiales donde generalmente paraban a camiones para hacer inspección del material que transportaban o que cuenten con la documentación apropiada. Saliendo de las curvas de subida de Tarma había uno de estos controles. Uno de los policías me apuntó con la mano y me señaló que me detenga a un lado. Empecé a hacer memoria detallada de los últimos dos minutos para ver si había alguna regla de tránsito que había quebrado. Cada vez que me para un policía asumo que quiere algo más que ver mis documentos. De todas las veces que me han parado, solo dos han sido por un control vial rutinario. En fin, comenzó la danza.

– Señor, sus documentos, por favor.

Le entregué lo usual, brevete, tarjeta de propiedad y SOAT.

– ¿Se dirige a Lima?

– Así es, oficial.

– ¿De dónde viene Ud.?

– De Oxapampa.

– ¿Ud. es de allá?

– No, soy de Lima. Estoy regresando.

– ¿Entonces se fue de Lima hasta Oxapampa en moto? ¡Qué tal viaje! Mire, a lo largo de la carretera hay varios controles como este. Si tiene cualquier problema, estamos para asistirlo.

(Sorprendido) Ah, muchas gracias oficial.

Más adelante me pararían dos veces en dichos controles. En ambas ocasiones, me preguntaron entusiasmadamente acerca del viaje, la cilindrada de la moto, comodidad, y si había tenido problemas con el motor debido a la altura. Les dije que se notaba la diferencia entre conducir en la costa y en la sierra pero que problemas no había tenido. Era un mera curiosidad por parte de ellos y me sentí aliviado que muestren interés y ofrezcan apoyo.

En las carreteras nunca faltan los autos que tratan de competir con todo el mundo. Si los llegas a adelantar es como que hayas entrado a una carrera sin siquiera haberte enterado. Si su auto lo permite, trataran de alcanzarte y adelantarte como al hacerlo con ellos les hayas faltado el respeto. Este fue el caso con un Sentra negro que adelanté a unos kilómetros de La Oroya. Pareció haberse indignado por completo que una moto lo haya rebasado y no se iba a quedar atrás. Me siguió con el propósito de pasarme y se acercaba demasiado en algunas ocasiones. Estábamos yendo a unos 110 ó 120 kph. Era una competencia ridícula ya que yo lo dejaba pasarme sin hacerme problemas pero eventualmente me lo volvía a encontrar más adelante cuando estaba detrás de algún camión. Para mí era más fácil adelantar y al pasar a ambos, volvía a entrar en competencia con el Sentra. Dentro de poco ya entramos a La Oroya y nos topamos con la celebración del Señor de los Milagros que había tomado como ruta toda la carretera, obligando al tráfico a desviarse por caminos de tierra entre las casas que bordeaban la pista. La camioneta tomó la iniciativa y yo la adelanté, como era nuestro acuerdo para caminos de tierra. Fue la última vez que vi al Sentra que se quedó atrás a paso de tortuga por el camino desnivelado que atravesábamos. Jaaa, ahora no eres tan machito, ¿no?

Pasamos La Oroya rápidamente. Paramos para que yo llenara el tanque y los demás compraron unas galletas para soportar el hambre (más evidencia que no almorzamos). Nos acercábamos a Ticlio y el panorama no era tan favorable como cuando lo pasamos inicialmente. Ya no había sol ni profundos y despejados cielos azules. Ahora nos recibía en Ticlio fuertes vientos, cielos nublados y más frío. Ramien dice que me equivoco pero estoy casi seguro que veía copos de nieve cayendo y convirtiéndose en minúsculas gotas en mi casco. Así haya sido nieve o lluvia, el punto era que había agua cayendo de arriba, como si el viento helado no fuera suficiente. Le hice mil y un señales al Ra para que se detenga. Tenía que ponerme los pantalones de snowboard, ya estaba empezando a perder la sensación en las piernas y estaba tiritando de frío. Le hice luces, le toqué la bocina, puse luces de emergencia, pero no se percató de nada. Ya no importa que no se detenga, no necesito que se detenga para que yo me ponga los pantalones.

Paré en la mitad de una recta de unos 300 metros. Me hice a un costado y saqué los pantalones de la alforja. No me quería demorar mucho para no tener que perseguir a Ramien como lo tuve que hacer en la ida. Mientras me abrochaba el pantalón vi que por la vuelta de la curva empezaba a acercarse un tráiler. Uno de esos tráileres enormes que son complicados de adelantar, y más aun en curvas de altura donde el motor no tiene la misma fuerza. Tenía que salir a la carretera antes que llegara. Se acercaba lentamente pero solo tenía alrededor de 12 segundos para entrar sin peligro a la calzada. Terminé de abrocharme el pantalón y me puse las zapatillas. 9 segundos. Me trepé a la moto y ajusté el casco. 6 segundos. Levanté el parante y traté de encender la moto. No encendía, le faltaba aire. 4 segundos, por favor enciende. Por favor, ¡¡ENCIENDE!! Ajusté el acelerador y volví a presionar la ignición. Encendió. Enganché primera, aceleré y ya estaba en la pista, encaminado para darle el encuentro a la camioneta que estaba más arriba. Me iba con una sonrisa, satisfecho de haberle ganado al tráiler mientras veía cómo se encogía en mi espejo… pero algo estaba mal. Tenía una sensación que había cometido un error en toda esta jugada y tenía razón. Miré hacia atrás y vi que había dejado la alforja completamente abierta. Que imbécil, eso me pasa por apurado. Me incliné hacia la derecha para hacerme a un lado y detenerme al borde de la carretera pero en el último instante vi algo que no pude evitar. El asfalto estaba significativamente desnivelado con la orilla de la carretera. Cuando crucé a la orilla fue como caer en un bache y el golpe no fue algo para lo que pude prepararme. La moto se hizo a un lado y usé mi pierna derecha para recuperar el balance. Mi pie rebotó en el piso y la moto empezó a deslizarse debajo de mí. Yo me fui para un costado y terminé en tirado en la tierra mientras veía cómo mi moto cayó sobre el lado derecho y se arrastró unos metros más.

Me levanté inmediatamente y al ver que no había sufrido ningún golpe fui hacia la moto. El tráiler me pasó y detrás de él habían unos 3 carros. Ninguno se detuvo a ofrecer ayuda, solo bajaron la velocidad para ver detenidamente el daño ocasionado. Idiotas. Había gasolina que se estaba chorreando por la tapa del tanque. Desenganché el sistema de encendido y saqué la llave para evitar alguna ignición. Levanté la moto y pronto dejó de filtrarse el combustible. Esperé unos segundos para que se evaporara mientras evaluaba el daño ocasionado. Perdí un poco de gasolina pero el tanque no se había perforado. El motor seguía intacto y más allá de unos raspones en el tubo de escape y el pedal del freno trasero, no había de qué preocuparse. En eso noté una pequeña barra cromada en el piso. Volví a darle la vuelta a la moto para ver de dónde había salido, o si siquiera fuera parte de la moto. Cuando me di cuenta de dónde provenía esta pieza sentí una mezcla de desesperación e impotencia. Como cuando te lanzas de clavado a una piscina solo para darte cuenta al último momento que no hay suficiente agua y que en tu pánico erraste el clavado y vas a caer de panza. Me agaché y levanté el pedazo de metal. En mis manos tenía la manija del freno delantero de la moto.

La regla general para las motos es que el freno trasero se usa para desacelerar y el delantero para frenar por completo. No está escrito en piedra pero es una suerte de guía conocida, aunque a veces debatida. Lo que sí no es debatido es que la llanta delantera tiene más poder para frenar la moto. En otras palabras, cuando tienes que frenar en seco, usas ambos frenos, pero el que vale más ahí es el de adelante. Esto ya no era una opción para mí. Tendría que depender mucho más de la resistencia del motor para bajar la velocidad. Traté de accionar el freno con el cachito de la manija que quedaba pero era inútil. Tenía que volver a soldar la manija para recuperar el freno. Traté de llamarlo a Ramien pero estaba fuera de cobertura.

Guardé el freno en mi mochila y con mucha precaución empecé a subir hasta los 4818 msnm. Ahí me estaba esperando la camioneta como la vez pasada. Les conté lo que había pasado y lo que necesitaba hacer. Estaba seguro que en Casapalca habría un soldador. Le compré unas habas al ambulante que me había tratado de detener en la ida y luego empezamos el lento descenso a Casapalca.

 

Se venía la noche y faltaban frenos

 

Al llegar, paré en una bodega y empecé a preguntar a todo el mundo si había un soldador en los alrededores. Caminé de arriba abajo y di tres vueltas buscando al hombre de la hora. Finalmente di con el lugar. Soldadura General. Toqué la puerta varias veces pero no hubo respuesta. Habían tres hombres en la bodega del costado parados alrededor de una caja de cervezas, alegremente consumiéndolas. Uno de ellos me llamó.

– ¡Osheee! ¿Eshtás bushcandooo al sholdadooooorrrrr? Yo soy el sholdadorrrr de acáaaa.

– No, gracias. Me equivoqué de puerta.

Moldimix, moldimix. En alguna parte tenían que venderlo. No iba a confiar mi vida en las destrezas de un soldador borracho. Preferí el método “do it yourself”. Terminé comprándolo en una bodega. Hice la mezcla sobre la lámina de plástico incorporada y pegué la manija donde se había roto. Estuve sosteniéndolo durante 12 minutos. 12 larguísimos minutos. Se supone que en 10 minutos la mezcla ya debería haber endurecido pero cuando solté el freno parecía que lo hubiera pegado con chicle. Se empezó a desprender lentamente. Para empeorar el caso, también me había pegado el dedo índice con el medio. Con un poco de fuerza, saliva y dolor pude separarlos. Ya eran casi las 6 de la tarde. Aun así el pegamento haya endurecido completamente en ese momento, no me habría inspirado demasiada confianza. Guardé todo en mi mochila y empezamos a bajar a Lima. El camino con curvas y yo sin frenos (bueno, medio freno).

 

Intentos inútiles de arreglar el freno

 

Para colmo de males, era el último día del feriado largo y había una cantidad exagerada de buses interprovinciales. Yo tenía que establecer un balance de velocidad muy cuidadoso. Ir lo suficientemente lento considerando que mi capacidad de freno estaba drásticamente reducida, pero también ir lo suficientemente rápido para que los buses no traten de descarrilarme si se acercaban mucho. Aparte de esto, estaba concentradísimo en hacerme presente que si tenía que frenar, que lo hiciera con el freno trasero, algo a lo que no estaba muy acostumbrado. Antes de entrar a varias curvas me vi tratando de apretar el freno fantasma en mi mano derecha. Contemplaba el vacío que había ahí y luego pisaba el freno posterior. Poco a poco nos fue envolviendo la noche y todavía no nos acercábamos a Lima. No recordaba que la distancia entre Ticlio y Chosica fuera tan grande.

Cada centro poblado que pasábamos era más grande que el anterior, señal que ya estábamos más cerca de la ciudad. Paramos en una tienda para comprar un poco de comida. Yo me empujé una hamburguesa de trucha y una gaseosa. Nos sentamos un rato afuera de la tienda. Podíamos ver más luces a la distancia. Ya faltaba poco. Llegando a Lima tuvimos algunos percances adicionales. Camiones transportando maleza dejando una sustancia sumamente resbaladiza en la pista, baches saliendo de Chosica, rutas equivocadas, etc. El retorno era interminable.

Finalmente llegamos al Burger King del Óvalo Monitor, punto de encuentro final de toda esta travesía. Eran las 9pm. Nos habíamos demorado cerca de 11 horas en llegar desde Oxapampa. Comimos nuestra cena triunfal y cuadramos cuentas. Recordamos los mejores momentos del viaje y luego de unos efusivos abrazos, cada uno se fue a su casa.

 

Viven

 

Me encantaría decir que ese fue el grato final del viaje. Que fui directamente a mi casa a bañarme y meterme a mi cama para un largo descanso. Un reposo bien merecido luego de tanta aventura. No fue así. El destino me preparó una última broma pesada y estoy seguro que se terminó cagando de risa. Dos cuadras antes de llegar a mi casa, pasé por un hueco en la pista que no había visto antes. Era un bache minúsculo pero apenas lo crucé vi que el velocímetro bajó hasta 0kph. Pensé que el motor se había muerto pero la moto seguía andando. El odómetro tampoco marcaba cambios. Cuando finalmente llegué a mi casa encontré que el cable que conducía al velocímetro se había soltado y había estado arrastrándose por el suelo. Ya no había forma de volver a colocarlo. Lo tendría que reemplazar. Es curioso cómo ese cable aguantó caminos de trocha, caídas, vientos, tierra y quién sabe cuántas cosas más por 800 kilómetros pero finalmente se dio por vencido a dos cuadras del final.

Descolgué las alforjas y miré la moto una vez más antes de entrar a la casa. Estaba hecho un asco. Barro seco por cada rincón, totalmente cubierta de polvo, con nuevos rasguños, faltando un freno y con un cable colgando del tablero al piso. Se veía igual como yo me sentía físicamente, pero anímicamente, no podría haber estado más contento.

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