La última vez que había pasado por un camino de ripio largo fue cuando fui a Oxapampa. Fueron alrededor de 20km de caminos deformados y llenos de piedras pero me sirvió de experiencia. Ahora, Fernando y yo estábamos volando a lo largo de la Ruta 40. Todo muy hermoso hasta que se acabó el asfalto. Nos detuvimos a respirar hondo antes de continuar. Una vez adentro, el camino no era tan malo. Habían huellas dejadas por camionetas que nos mostraban un paso relativamente seguro para transitar. Lo único que incomodaba era el polvo que levantaban las camionetas al rebasarnos. Bueno, en realidad no era el único problema. Puede que un problema más grande aun hayan sido la sacudida del camino. Sentía que la moto se desarmaba. A mitad de camino me tuve que poner los guantes gruesos. Como hacía calor a la salida, estaba usando los guantes ligeros pero el frío iba en aumento y me puse los guantes de cuero. Los ligeros los amarré a la mochila que tenía atrás y seguí andando.
Cuando finalmente salimos del ripio, me bajé para sacudirme el polvo y regresar a los guantes ligeros ya que volvió a pegar fuerte el sol. No los encontré. Se habían caído quién sabe cuántos kilómetros atrás y no pensaba volver a atravesar el mismo camino. Ese no era el único problema. Ahora, cada vez que pasaba algún desnivel o bache escuchaba que algo en la moto se golpeaba contra una superficie metálica. Revisé un par de veces pero no lograba encontrar la fuente del sonido. Asumí que eran las herramientas en las alforjas que se habían soltado. En el fondo sabía que no era cierto.
Paramos en Buta Ranquil para conseguir más combustible. Era un pueblo pequeño al lado de la carretera. Al parecer, no mucha gente paraba por ahí porque el tipo que nos atendió, Moncho Vásquez, estaba fascinado con nuestra odisea. Nos invitó una copa de vino del cual parecía conocer bastante. Todo un catador de primera. Solo tomamos media copa por razones obvias y antes de irnos nos ofreció su casa en Chos Malal para pasar la noche. Le agradecimos el gesto y le dijimos que aceptaríamos su oferta si decidíamos quedarnos en Chos Malal. De todas maneras teníamos que parar ahí para abastecer nuevamente, pero no contábamos con que las dos estaciones de servicio no tuvieran combustible. Recién había llegado el camión de la YPF para cargar los pozos de la estación. Ya habían unos 4 o 5 autos esperando para echar gasolina. Nosotros pasamos al frente solo para preguntar pero nos dijeron que como éramos solo un par de motos que nos quedáramos ahí para que cuando esté listo el servicio nos atiendan rápido para seguir la ruta. Mientras esperábamos, apareció otro motociclista en ruta. Era un tipo que llevaba haciendo el Desafío de la Ruta 40 cuatro veces y que ahora iba por su quinta. Hasta la había hecho en una moto de 50cc. Él se dirigía hacia el norte y nosotros al sur. Nos dijo que tengamos cuidado con los vientos y con el frío. Sostuvimos una placentera y duradera conversación ya que el camión de gasolina se demoró más de dos horas en llenar los pozos. La evidencia de su tardanza se vio reflejada en la larguísima fila de autos que daba la vuelta entera a la manzana y seguía hacia arriba por otra calle. Cuando partimos, la fila de autos se extendía por 4 cuadras.
Todavía había luz suficiente para llegar a Las Lajas, nuestro potencial destino. Le mandé un mensaje a Moncho agradeciéndole nuevamente por ofrecernos su hogar pero que seguiríamos con nuestra ruta para ahorrar unos kilómetros hacia Bariloche al día siguiente.
Los vientos por esta zona eran más fuertes que cualquier otro que haya experimentado. Fue peor que las zonas de arenamiento al sur del Perú pero felizmente era viento sin arena. El sol se nos fue más temprano de lo esperado y aumentaron las precauciones. Los vientos nos empujaban al carril contrario. Cuando el sol terminó de ocultarse, me deslumbró la cantidad de estrellas que habían. Fue como si las nubes desaparecieron por completo al caer la noche. En este momento aprendí una nueva técnica de supervivencia que comparto con el mundo. Al manejar de noche, no es buena idea estar mirando las estrellas en lugar de la carretera. Casi me estrello contra Fernando, que iba delante. No pude evitar mirar las estrellas un par de veces más pero también estuve pendiente de cualquier animal que cruce la carretera. Ya nos habían advertido varias veces sobre cabras, vacas o caballos que invaden el asfalto. Otro motociclista ya se había llevado una cabra hace poco en una BMW. No le pasó nada a él pero la cabra no tuvo la misma suerte. Tuvo que estar despegando restos de cabra de su carenado y motor. Mientras más oscurecía, más sentía que algo no andaba bien con la moto. Aparte del cascabeleo que se repetía intermitentemente, sentía que los automóviles de atrás no me veían. Era cierto. Mi luz posterior se había quemado y solo se prendía cuando apretaba los frenos. Obviamente no estaba manejando con los frenos puestos. Esto me llevó usar un aparato con una función que consideraba inútil. Antes de partir de Lima, me prestaron una lamparita para usar en la cabeza. Tenía 3 modalidades de luz: baja, alta y roja. Nunca entendí con qué propósito tendría una función de luz roja pero no pudo haber sido más adecuado para este momento. Saqué la lámpara de la mochila y la amarré a la moto. Ya tenía una luz posterior provisional para que ningún despistado me esté atropellando.
No tuvimos que soportar mucho más al frío y los vientos. Llegamos a Las Lajas y nos pusimos a buscar un hospedaje pero resultó que todos los lugares estaban llenos por un campeonato de motocross que se estaba llevando a cabo. Nos resignamos a armar nuestras carpas en un camping cercano a la entrada del pueblo. Bueno, yo en realidad estaba contento. Hacía mucho que no usaba la carpa y se veía como un gran lugar para acampar y realmente lo era. Los baños estaban impecables y todo el terreno estaba muy limpio. No tuvimos nada de viento mientras armábamos las carpas pero durante la noche sopló un viento infernal. Pensé que iba a salir volando con todo y carpa y que la moto terminaría en el piso por las fuertes ráfagas. Felizmente no pasó nada de eso y nos despertamos bien descansados.
Hablamos con el dueño del local, que nos ofreció un café para ayudar a despertarnos. Nos contó que nosotros éramos los últimos en llegar y que oficialmente habíamos cerrado la temporada de camping. Un día más tarde y no habríamos tenido dónde pasar la noche. Antes de irnos, le di una última revisada a la moto: presión de llantas, lubricar la cadena y fue ahí que encontré lo que había estado sonando. El cobertor de la cadena se había roto y en cada bache, saltaba y golpeaba contra la cadena. Florentino, el dueño del camping nos escoltó hasta un mecánico que hizo magia y remachó la pieza quedando más sólida que antes.
Los vientos de este día fueron peores. Eran tan intensos que no solo me empujaban al medio del carril contrario, sino que en un par de ocasiones casi llegan a botarme de la carretera del otro lado. Peor todavía era cuando azotaban ráfagas cortas. Parecía que alguien me quería arrancar el casco pero también quería llevarse mi cabeza de recuerdo. Tuvimos que conducir inclinados hacia un lado casi todo el tiempo hasta llegar a Bariloche. Tampoco ayudaba que acercándonos a la zona de lagos, las curvas eran mucho más pronunciadas. Dos veces terminé en la tierra por las curvas cerradas (sin caídas, felizmente). Desde ahí empezamos a viajar un poco más lento. El frío también se intensificó, producto natural de tanto viento. Tuve que parar varias veces para recuperar un poco de circulación en las manos. Apenas paraba al lado de la carretera, ponía mis manos sobre el motor para calentar los guantes. El viento enfriaba al motor demasiado rápido como para que caliente mucho. Cuando quise comerme un alfajor, tuve que hacerlo sentado en el piso usando a la moto de cortavientos. Mientras comía mi alfajor veía a las nubes pasar. Nunca antes había visto a las nubes flotar y avanzar tan rápido.
La resistencia a los elementos nos premió con unas vistas espectaculares. Finalmente habíamos llegado a la zona de lagos. Cada vuelta que dábamos nos presentaba una vista más espectacular que la anterior. Este mismo afán de detenernos a observar con detenimiento cada paisaje tuvo su precio.
A unos cuantos kilómetros de Confluencia (parada obligatoria ya que estaba a punto de pasar a mi segundo tanque de reserva), vimos cómo el viento agitaba al agua con tanta fuerza que levantaba una neblina temporal instantáneamente. Me detuve pero el espacio al lado de la carretera era muy angosto y era pura gravilla suelta. La moto se deslizó hacia abajo y casi se me cae pero con un gran esfuerzo, la atrapé y evité que se vaya abajo. Fernando no tuvo la misma suerte. Logró detener la moto sobre la tierra pero el peso mayor de su moto y la intensidad del viento que lo golpeó de costado causó que se cayera la moto. Regresé para ayudarlo a levantarla. La gravilla no ayudaba a tener una superficie estable para apoyar las llantas o nuestros pies. Luego de algunos minutos la volvimos a parar y tuvimos que sujetarla mientras tomábamos fotos para que no se vuelva a caer. Yo estaba preocupado por la mía pero el grado de inclinación de la pata lateral es tal que hacía un buen trabajo combatiendo las ráfagas que la azotaban. Todo esto para poder tomar unas fotos. Más adelante descubrimos un mejor lugar para capturar el fenómeno pero con el viento igual de intenso. Yo apoyé ambos pies a los lados de la moto para tomar más fotos pero el viento me empujaba con todo y moto hacia atrás. Fernando tuvo que sostener la moto mientras yo tomaba la foto.
Llenamos los tanques y les preguntamos a algunas señoras de la zona si esto era normal. Nos dijeron que en realidad estaba fuerte pero que podría ser mucho peor. Nos daba mala espina pensar qué tan peores podrían ser los vientos cuando estos ya hacían un buen trabajo para ponernos en peligro. Saliendo del Valle Encantado vimos más cuerpos de agua azules complementados artísticamente con pinos verdes y piedras oscuras. Entre todos los árboles, casi desapercibida, había una columna de piedra totalmente vertical. Era un pilar natural (o por lo menos aparentemente natural) y me dio mucha curiosidad cómo algo así pudo haberse formado sin venirse abajo. Toda la hermosura se vio opacada cuando entramos a la recta final hacia el Lago Nahuel Huapi, a cuyas orillas se ubicaba la ciudad de San Carlos de Bariloche. El cielo sobre el lago era un gris oscuro y era obvio, a kilómetros de distancia que estaba lloviendo.
Cuando llegamos a la ciudad, lo que habíamos asumido que era una lluvia intensa era una llovizna intermitente. Para estándares limeños era un torrencial pero resultó ser un inconveniente menor. Tiritando, empezamos la búsqueda de hostales y finalmente dimos con Punto Sur, que nos ofreció una habitación a precio imbatible. ¡Gracias Martín!
El día siguiente fue bien aprovechado. Los guantes de cuero que había comprado en Santiago ya tenían un hueco cerca al pulgar y cada vez que metía mi mano y fallaba de agujero, el hueco se hacía más grande. Cosí los guantes y de paso forré las costuras externas con cinta industrial. Ahora ya era completamente cortavientos. El plan de la mañana era llevarlas donde un mecánico para que les haga un mantenimiento general (mayormente ajustar pernos a causa de las vibraciones del camino de ripio) pero antes de hacerlo cambié el foco posterior. Felizmente Roldán, mi mecánico en Lima, me sugirió comprar un par de repuestos para eso. Me sentí todo un experto en mecánica a pesar que solo cambié un foquito.
Las demás tareas se las dejamos a Chiwy, el mecánico más recomendado en Bariloche. Al final del día nos tuvo listas las motos en excelentes condiciones y viéndose impecables para continuar. Me dijo que la cadena la notaba un poco floja y que si después de otra ajustada volvía a ceder de esa manera tendría que cambiarla. Después del incidente en Mejillones ya no quería saber nada más de cadenas. Lo único que me interesaba era mantenerla bien lubricada para que no vuelva a reventarse.
Mientras las motos estuvieron internadas, dimos una vuelta por la ciudad, en busca de cualquier cosa que nos pudiera llamar la atención. Fernando consiguió unos calcetines de lana y yo unos cortavientos para las empuñaduras de la moto. Apenas las puse, sentí la diferencia. La protección contra el frío era notable. Pensé que con eso el problema del las manos heladas se terminaría pero subestimé cómo funcionaba el ambiente. No me estaba dando frío en las manos porque el viento entrara en los guantes. Me daba frío porque la temperatura ambiental era bajísima. Es como meter tu mano envuelta en lana y cuero al congelador y decir que no te dará frío porque no hay viento. Igual te va a dar frío tarde o temprano. Lecciones que se van aprendiendo.
Bariloche, a pesar de las malas condiciones es una pequeña ciudad hermosa. Muchos de sus edificios en el centro se asemejan a postales de los Alpes y por donde vayas se puede apreciar que se mantiene este estilo.
Me habría encantado quedarme más tiempo por acá pero el sur se enfriaba y Ushuaia todavía estaba muy lejos.
Tu y tus alfajores … Hablando con Ra, pregunta … No se te ocurro pedir un auspicio de UM?
FUERZA !
Un abrazo,
adl
locoooooo porque mejor no te pegas la camara al casco????
Wow this is a great resource.. I’m enjoying it.. good article
What a resourceful use of MY headlamp. I will take this as one of many signs that you probably wouldn’t survive this trip without me. Please stop making videos while driving. And please eat more alfajores, you are wasting away!
great post as usual!